Cómo combatir el racismo, la xenofobia y la violencia escolar desde la escuela: el aprendizaje cooperativo

Este artículo se corresponde con la segunda parte de la ponencia presentada en el primero de los Encuentros de los Proyectos de Intervención en Centros del curso 2009 – 2010 .

Resumen 1

Algunos problemas escolares relacionados con el racismo y la xenofobia están viéndose muy incrementados hoy día a causa principalmente de dos características centrales y definitorias de la actual globalización ultraliberal: el altísimo aumento de las migraciones humanas en todo el planeta y la progresiva implantación de una ideología individualista, egoísta y competitiva. Pues bien, tras mostrar que la cooperación es el rasgo más propio de la especie humana, en este artículo se propone la implementación en las aulas de las técnicas de aprendizaje cooperativo como el mejor y más eficaz instrumento para combatir, desde la propia escuela, tanto el racismo y la xenofobia como la violencia escolar.


Indice

1. Introducción

2. La globalización: el contexto de los problemas actuales

3.- Las tres principales necesidades psicológicas del ser
humano

4.- La cooperación, la esencia fundamental de la especie
humana

5. Racismo y xenofobia en la sociedad actual: el papel de la escuela

6. El aprendizaje cooperativo como técnica eficaz para
reducir el racismo, la xenofobia y las conductas violentas en el aula.

7. Conclusión

Bibliografía


(subir) 1. Introducción

Este trabajo pretende ser, en la medida de lo posible, crítico, ético y radical. Por un lado, se parte de la premisa de que todo trabajo intelectual que no sea crítico y ético no hace sino ponerse, lo quiera o no, al servicio del poder y del sistema, y por otro lado, cuando aquí se utiliza la palabra “radical” se hace en su sentido etimológico. En efecto, el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, en su edición vigésima segunda, de 2001, dice de “radical”, en su primera acepción: “perteneciente o relativo a la raíz”, y en su segunda acepción dice que es “fundamental, de raíz” (sólo en la quinta acepción dice que es “extremoso, tajante, intransigente”). Por consiguiente, lo que aquí se pretende es ir, de una forma crítica y con un talante inequívocamente ético, a las raíces de los problemas que vamos a tratar. Pero como las raíces del racismo, de la xenofobia y de la violencia en las escuelas son numerosas y variadas (sociales, económicas, psicológicas, psicosociales, etc.), aquí se analizarán sobre todo las psicosociales, estrechamente relacionadas con en algunas de las principales necesidades humanas. Y, por consiguiente, y desde la escuela, buscaremos la solución a tales problemas precisamente en aquéllas técnicas escolares que sirvan para hacer una escuela que sea capaz de satisfacer tales necesidades, con lo que cortaríamos de raíz sus principales causas.

Todo lo anterior nos será de utilidad, igualmente, para ir construyendo una psicología social con interés para las personas concretas y con relevancia social. De hecho, fueron precisamente la trivialidad de los temas tratados, la falta de interés para la vida cotidiana de los ciudadanos y su escasa relevancia social lo que, en los años 70, llevó a la Psicología Social a la profunda crisis en que estuvo inmersa durante décadas y de la que, a mi juicio, aún no ha salido (véase Ovejero, 1999) y lo que llevó a Armistead (1974/1983), en un libro realmente espléndido, a exigir su reconstrucción. Pues bien, aunque tangencialmente, este artículo se coloca en la línea de reconstrucción de la disciplina que pretendía N. Armistead. Precisamente por ello, no quisiera que el análisis psicosociológico de los problemas sociales que aquí se tratan eludiera la contextualización adecuada de éstos, por lo que comenzaremos analizando, siquiera someramente, el contexto socioeconómico e histórico en que se incrustan, que no es otro que el de la actual globalización ultraliberal.

(subir) 2. La globalización: el
contexto de los problemas actuales

La raza vuelve a estar en el centro del huracán europeo, lo que nos indica que tenía razón Hegel cuando afirmaba que lo único que nos enseña la historia es que de la historia no aprendemos nada. En efecto, los seis millones de judíos asesinados vilmente, los seiscientos mil gitanos masacrados no menos vilmente, por no hablar de tantas otras matanzas ejecutadas por racismos y xenofobias de todo tipo (los millones de indígenas americanos que desde Alaska hasta Tierra del Fuego fueron atrozmente asesinados; los millones de negros que fueron secuestrados en África para ser convertidos en esclavos…), todo ello queda ya sólo para el cine y la televisión, para entretener nuestro tiempo libre. Pero mientras llega una nueva tragedia racista, si no somos capaces de evitarla, algunos sacan de esta situación un obsceno beneficio, consiguiendo su principal objetivo: evitar que los trabajadores que ven amenazada su seguridad laboral sean conscientes de dónde está realmente la causa de tal inseguridad, que no está en la llegada de los “peligrosos” inmigrantes, sino en las políticas injustas de la actual globalización ultraliberal (véase Ovejero, 2006). Pero es que resulta más fácil y cómodo echarle la culpa al inmigrante, sobre todo si tiene algún importante rasgo que le hace saliente (piel negra, religión y vestimenta diferentes, etc.), que, además, es algo más concreto y tangible (le puedes ver a tu lado en carne y hueso), que a las políticas del FMI, del OMC o del BM, que son menos visibles a simple vista. Por eso se insiste tanto, incluso con datos claramente manipulados, en identificar delincuencia con inmigración, lo que facilita el que crezca el racismo y la xenofobia.

Pero para entender adecuadamente los problemas que se van a analizar aquí resulta imprescindible, como ya se ha dicho, acudir a su contexto, pues es éste el que le da el sentido que actualmente tienen. Y para comprender cabalmente el impacto que tiene la globalización en tales problemas habría que distinguir los tres grandes sentidos que, a mi modo de ver, tiene el término “globalización”, que serían los siguientes:

1) Un sentido de “interconexión”, principalmente económica y financiera, aunque también cultural, entre todos los países del mundo, como uno de los principales efectos de la actual “revolución tecnológica”. Entendida así, la globalización es básicamente positiva (une más a los países del mundo entre sí, produce más riqueza que nunca anteriormente, etc.), aunque también conlleva algunos riesgos, a veces serios.

2) Gestión ultraliberal y conservadora de la actual revolución tecnológica. Es contra esto contra lo que se posiciona el llamado movimiento antiglobalización o alterglobalización. Es lo que suele conocerse con el nombre de “neoliberalismo”, que consiste en una extraña mezcla de una libertad absoluta y planetaria para las empresas y sobre todo para el dinero, pero no para las personas, y menos aún para las más afectadas por la propia globalización (pobres extremos, personas expulsadas de su hábitat habitual, etc.), y unas políticas conservadoras al máximo a la hora de las ayudas sociales a las personas y las familias más necesitadas. De hecho, no olvidemos que el objetivo fundamental de estas políticas mal llamadas neoliberales es justamente la eliminación del Estado del Bienestar. Lo que pretende el neoliberalismo no es, pues, como tantas veces se dice, terminar con el Estado, sino terminar sólo con el Estado Social, fortaleciendo incluso el Estado Policial, el de vigilancia y castigo, por decirlo en términos foucaultianos. Tomada en este segundo sentido, la globalización está produciendo unos efectos económicos y sociales realmente dramáticos (incremento de la pobreza y sobre todo de las desigualdades económicas, aumento de la miseria en continentes enteros, etc.).

3) Desde el punto de vista de la Psicología Social, este tercer sentido del término globalización es sin duda el más interesante. Me refiero a la ideología de la globalización. En efecto, nunca se ha producido un cambio histórico de envergadura sin la construcción de la consiguiente ideología que sustentara y mantuviera tal cambio. Hoy día estamos asistiendo al que tal vez sea el más profundo y acelerado cambio de toda la historia, producido por la tercera gran revolución en la historia de la humanidad (tras la Revolución neolítica y la Revolución industrial): la revolución tecnológica. De hecho, el cambio histórico que está suponiendo la globalización y los dramáticos efectos que está teniendo (véase Ovejero, 2006b) son posibles gracias a la ideología que, en mayor o menor medida, todos estamos internalizando, evidentemente unos más que otros. Más en concreto, ese cambio histórico se está viendo acompañando de una ideología que contrasta incluso con la auténtica esencia de la especie humana: es una ideología compuesta básicamente de individualismo, egoísmo y competitividad, propiedades de orden esencialmente psicológico que, por diferentes caminos, están llevando a un importante incremento de los tres problemas que aquí queremos analizar: el racismo, la xenofobia y la violencia escolar.

Entre los numerosos efectos que está teniendo la actual globalización, y la revolución tecnológica que la subyace, se encuentra el descomunal incremento de las migraciones humanas, viéndose aumentada la multicuturalidad y multietnicidad de todas las sociedades y países del mundo, produciéndose un continuo trasvase de millones de personas de un país a otro, casi siempre huyendo de la miseria y buscando más altos niveles de vida. Este fenómeno que no es en absoluto nuevo, sino que existe casi desde que existe la especie humana, se está viendo multiplicado exponencialmente en los últimos años a causa de numerosos factores entre los que tal vez los más importantes sean los dos siguientes: por una parte y en primer lugar, la polarización social planetaria a que están llevando las actuales políticas económicas del ultraliberalismo dominante, representado tanto por las grandes multinacionales empresariales como por los grandes organismos económicos internacionales a su servicio (el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio) y cuyo efecto más visible es el incremento jamás antes conocido de la desigualdad, tanto entre países, principalmente entre el Norte y el Sur, creando millones de pobres de solemnidad, especialmente en África y en América Latina, como entre personas dentro de un mismo país, dando lugar a un cada vez más numeroso Cuarto Mundo, progresivamente más y más depauperado (véase Ovejero, 2004; Wacquant, 2007); por otra parte, en segundo lugar, la actual tecnología está produciendo dos fenómenos que se refuerzan mutuamente: la televisión digital permite a todos los ciudadanos pobres del mundo ver cómo se vive y se derrocha, obscenamente, en el Primer Mundo, y la tecnología del transporte está acortando los tiempos de desplazamiento de un continente a otro a la vez que ha abaratado los precios, lo que hace que cada vez más millones de personas se vean, por un lado, empujados a huir de su país buscando mayores y mejores oportunidades de futuro para ellos y para sus hijos, mientras que, por otro lado, el viaje de un país a otro se ha visto altamente facilitado por la revolución tecnológica. La consecuencia más directa de todo ello es que cada día son más los millones de personas de los países más pobres que intentan -y a menudo consiguen- emigrar a países, a veces a miles de kilómetros de sus lugares de residencia, cuya cultura, costumbres, religión y/o idioma no son los suyos.

La situación se hace realmente grave, y hasta explosiva, si a lo anterior añadimos que los países ricos están cerrando sus fronteras a las personas de fuera como jamás lo habían hecho en el pasado, hasta el punto de que a las dificultades consiguientes para entrar en esos países por parte de los pobres del mundo se añade el hecho de que, en los casos en que lo consiguen, se convierten, automáticamente en delincuentes sencillamente por no tener papeles. Los “sin papeles” son actualmente los verdaderos parias del mundo, pero no parias olvidados, como fueron los parias en épocas pasadas, sino parias bien visibles, pues aparecen continuamente en Televisión y en los demás medios de comunicación como los “delincuentes del siglo XXI”. Ante esta situación, y sin necesidad de entrar en temas psicosociales que aquí serían imprescindibles (origen de los prejuicios, racismo y nuevo racismo, personalidad autoritaria, etc.), podemos predecir,. con muchas probabilidades de no equivocarnos, aumentos en el grado de racismo, xenofobia y violencia escolar existentes, por no mencionar sino sólo los tres factores que vamos a tratar en este artículo (véase Ovejero, 2008a).

Sin embargo, las migraciones no se desplazan solamente desde los países pobres a los países ricos, sino que, de forma mucho más generalizada, cada vez más hombres y mujeres de todos los países del mundo se desplazas desde su país a otro más rico, aunque también sea pobre, con lo que prácticamente todos los países del mundo tienen que hacer frente a este mismo fenómeno. Y digo fenómeno, y no digo problema, porque el hecho de que se incremente la multiculturalidad y la multietnicidad en un país es un fenómeno que sin ninguna duda plantea algunos riesgos, pero también tiene muchas ventajas, además de que abre grandes oportunidades para la construcción de una sociedad más rica social, cultural y económicamente.

Dicho lo anterior, aquí vamos a tratar de proponer, desde la escuela, una solución a algunos de los problemas que plantea el anterior fenómeno, por lo que no hablaremos de las numerosas ventajas que indiscutiblemente tiene. Porque no olvidemos que tal vez el principal reto que actualmente tienen casi todos los países del mundo, pero sobre todo los países ricos y democráticos, es precisamente el de cómo integrar satisfactoriamente a las diferentes minorías étnicas, culturales y religiosas de forma que sigan teniendo alta cohesión y a la vez sigan siendo sociedades plenamente democráticas. Y la vía, a mi juicio, no es otra que volver a las raíces de la especie humana que no son otras que las habilidades de cooperación. Y en tal tarea, la escuela es una institución imprescindible.

(subir) 3.- Las tres principales necesidades
psicológicas del ser humano

Ya Maslow (1954), como es bien conocido, hablaba de una serie de motivaciones o necesidades humanas, que él jerarquizaba en su famosa pirámide, de las que las sociales eran mucho más importantes que las meramente fisiológicas, de tal forma que las fundamentales eran la de afiliación, la de autorrealización y la de reconocimiento, que haríamos mejor en denominar necesidad de pertenencia, necesidad de autodefinición o identidad positiva y necesidad de elogio, respectivamente. A mi juicio, son éstas las tres necesidades más poderosas del ser humano y, por consiguiente, las que mejor explican nuestra conducta. Como vemos, las tres provienen directamente del hecho de que el ser humano es ante todo un ser social que no existe al margen de sus relaciones sociales (Gergen, 1992) y del hecho de que nuestra identidad personal la extraemos de nuestra identidad social (Ovejero, 1997, Cap. 8). Y las tres necesidades, que van fuertemente unidas a los problemas que aquí queremos analizar, están en el origen de muchas de las conductas desviadas y asociales de las personas, tal vez sobre todo de los adolescentes. En efecto, desde hace mucho se conoce que una baja autoestima suele llevar a problemas conductuales, como pueden ser los comportamientos o los de adicción a diferentes drogas, como forma de buscar una identidad que no se tiene (véase Ovejero, 2000). Además, como mostró Aronson (2000), buena parte de los problemas de violencia escolar tienen que ver con la ausencia de pertenencia. La necesidad de pertenencia es algo realmente esencial en numerosos aspectos, como demostraron fehacientemente Baumeister y Leary (1995), cuando desarrollaron la hipótesis de que la necesidad de pertenencia es una motivación humana fundamental y propusieron que podemos verla como un punto de partida para entender e integrar gran parte de la literatura existente sobre la conducta humana interpersonal. Más exactamente, la hipótesis de pertenencia consiste en que los seres humanos poseen un fuerte impulso a formar y mantener una cierta cantidad de relaciones interpersonales duraderas y positivas, lo que significa, por una parte, que necesitamos de interacciones frecuentes y afectivamente agradables con unas pocas personas, y por otra, que estas interacciones deben tener lugar en el contexto de un marco temporalmente estable y duradero. Esta necesidad es tan importante que su ausencia causaría muchos efectos desagradables. Más aún, añaden estos autores, gran parte de la conducta, emoción y pensamiento humanos son causados por este impulso interpersonal fundamental. De hecho, es conocida que, tanto en la escuela como en el mundo laboral, y no sólo desde postulados conductistas, la gran importancia que adquiere el elogio para influir en la conducta humana, hasta el punto de que ante el elogio estamos casi completamente indefensos.
En consecuencia, es por ahí por donde deben ir los intentos de solución tanto de las conductas violentas y asociales, como de los comportamientos racistas y xenófobos, porque no olvidemos que gran parte de tales conductas tienen su raíz en cuestiones relacionadas con el ostracismo (Williams, 2007) y el sentirse excluidos y/o rechazados (para un análisis de las similitudes y diferencias entre estos tres términos véase Leary, 2001, 2005). El ostracismo, el hecho de ser excluido y/o rechazado por los demás, es una de las cosas que más dolor y ansiedad producen, hasta el punto de que está demostrado empíricamente que la exposición crónica al ostracismo parece reducir, cuando no agotar, los recursos para enfrentarnos a tal situación, lo que facilita, en consecuencia, la indefensión y la depresión. De ahí que, como señalaba recientemente Kipling D. Williams (2007: 425), “ser ignorado, excluido y/o rechazado refleja una amenaza para la que la detección reflexiva en forma de dolor y angustia es desadaptativo para la supervivencia”, dado que le impulsa al individuo a tomar las medidas conductuales correctoras inadecuadas, entre ellas las agresivas (Twenge, 2005). Resulta sorprendente que un tema tan central en la psicología humana haya sido tan poco estudiado y sólo recientemente han comenzado los psicólogos sociales a interesarse por él, justamente cuando se ha comprobado que el ostracismo suele acompañarse de violencia extrema, a veces manifiesta y a veces sutil, como ocurre cuando se dan fenómenos ostracistas como son el bullying o el mobbing (véase Ovejero, 2006a), o cuando es la persona rechazada y/o excluida, como consecuencia del trastorno mental producido por el propio ostracismo, la que se embarca en conductas violentas, como puede ser, caso nada infrecuente en los Estados Unidos, matar a tiros a numerosos de sus compañeros de clase o a personas desconocidas (Anderson et al., 2001; Newman, 2004). Sin embargo, me parece importante destacar cómo ha sido el asesinato a tiros de docenas de inocentes en EE.UU., a menudo menores escolares, lo que ha provocado el que los psicólogos sociales se interesaran por el tema del ostracismo, y no los cientos y cientos de miles de escolares y de trabajadores que son a diario excluidos y rechazados en nuestras escuelas (bullying) o en nuestras empresas (mobbing). Parecería como si fueran necesarias las pistolas y los tiros -y en todo caso, los cadáveres- para que los propios psicólogos sociales se fijaran en las consecuencias terribles que puede tener el ostracismo, a pesar de que es un tema intrínsecamente psicosocial y para el que ya hace medio siglo había puesto las bases Stanley Schachter (1959). Ya Twenge (2000) relacionó el incremento de tales nefastos sucesos con el creciente aislamiento social. De forma similar, R. Putnam (2002) los asocia con la creciente falta de capital social en los Estados Unidos. Y más específicamente, tras analizar quince tiroteos escolares que tuvieron lugar en EE.UU. después de 1995, Leary y cols. (2003) sugirieron que el factor que más contribuye a explicar el 87% de tales casos era el rechazo social crónico en forma de ostracismo, “bullying” y/o rechazo amoroso. Otras investigaciones tanto en Estados Unidos como en otros países llegaron a conclusiones similares (Bingham, 2000; Crook, 1997; Lemonick, 2002, etc.).

En todo caso, el ostracismo, es decir, el hecho de ser socialmente excluido o rechazado, produce en el individuo diferentes y muy distintas respuestas, a veces incluso contradictorias entre sí. Por ejemplo, la persona excluida puede hacerse más agresiva y violenta, incluso indiscriminadamente agresiva, pero también a veces se hace más altruista y cooperativa. Puede cerrarse cognitiva y emocionalmente, llegando incluso a la depresión (Allen y Badcock, 2003), o puede también, si esa posibilidad existe, huir de la situación (véase para una discusión de estas posibles “salidas” al ostracismo, MacDonald y Kingsbury, 2006). Por ejemplo, Zadro (2004) encontró que el ostracismo de larga duración había llevado a las personas afectadas a aprender a aceptar ese ostracismo, de tal forma que más que buscar ser aceptadas y queridas asumían el aislamiento y la soledad, más que intentar mejorar su autoestima aceptaban su baja autovaloración y más que buscar el reconocimiento por parte de los demás se deprimían. Pero todo ello constituye lo que podíamos llamar una bomba de relojería que puede llevar en el futuro, y a veces de forma totalmente inesperada y sorpresiva, a estallidos violentos de agresividad indiscriminada (Leary et al., 2006). Además, incluso cuando no se llega a esta situación violenta, el ostracismo produce mucho dolor a las personas que lo sufren.

Pues bien, los niños y adolescentes pueden ver mejor satisfechas las tres necesidades psicosociales básicas de que hablábamos si se utilizan en la escuela técnicas de aprendizaje cooperativo que si se utilizan otro tipo de técnicas, con lo que se evitarían las consecuencias negativas del ostracismo. De hecho, y en concreto con respecto a las conductas violentas, Aronson (2000) afirma que, después de haber estudiando las escuelas norteamericanas durante cuarenta años, ha constatado que la mayoría de ellas tienen una atmósfera general competitiva y excluyente, justamente lo que más favorece las peleas, el que muchos alumnos y alumnas se sientan incómodos e incluso se puedan producir masacres como la de Columbine. Lo que hay que hacer para mejorara la situación, para alcanzar la integración de todo el alumnado y para reducir sustancialmente la probabilidad de tales masacres, es precisamente conseguir que la atmósfera social de las escuelas deje de ser competitiva y excluyente para ser cooperativa y agradable, una escuela en la que todo el alumnado pueda sentirse a gusto y aprendan todos a respetarse mutuamente y a apreciarse unos a otros. Lo que hay que conseguir, en suma, es crear una atmósfera escolar en la que no haya perdedores. Lo que necesitamos, pues es conseguir unas escuelas realmente inclusivas, para lo que no hay nada mejor que utilizar, si es posible de una forma sistemática, las técnicas de aprendizaje cooperativo.

(subir) 4.- La cooperación, la
esencia fundamental de la especie humana

Ya desde las investigaciones de Cooley, de Mead o de Vygotsky, se sabe que el ser humano es ante todo un ser social y que todas sus propiedades son construidas socialmente a través de la interacción. Adoptar este enfoque interaccionista, además de ser altamente fértil, facilita el que vayamos construyendo una psicología social ajustada a su objeto de estudio, pues, como hace unos años escribieran Torregrosa y Jiménez Burillo (1991: 9), “la noción de interacción invita a mirar el comportamiento humano como algo distinto al mero resultado de resortes neurofisiológicos o a la mecánica ejecución de las prescripciones normativas de roles institucionalizados. La interacción social no es sólo el escenario en que todo ello ha de manifestarse, es igualmente, en su mismo discurrir, elemento constitutivo de la subjetividad individual y colectiva”. Y existen dos principales tipos de interacción: la interacción cooperativa y la interacción conflictiva y cada una de ellas irá construyendo un diferente tipo de subjetividad y un diferente tipo de colectivo social (véase Gergen, 1996, 1999; Gergen y Davis, 1985). Es evidente que, siempre que pueda utilizarse, es mucho más eficaz la primera que la segunda. Pero no sólo es que sea más eficaz, es que la cooperación constituye la esencia de la naturaleza humana. Y si no, preguntémonos cómo fue posible que la especie humana subsistiera en la selva entre todas las especies animales e incluso que llegara a dominar a todas las demás, para bien y para mal, si no era ni la más fuerte, ni la más veloz, ni la más fiera. La respuesta es sencillamente la siguiente: porque era la más cooperativa. Y, como mostró Kropotkin (1902/1988), el ser humano fue, durante miles de años, ante todo un animal cooperativo (véase Ovejero, 2005). Más en concreto, aunque adhiriéndose al evolucionismo darwiniano, que él consideraba la última palabra de la ciencia moderna, Kropotkin mostró profusa y convincentemente el lado olvidado del evolucionismo, el de la importancia de la cooperación en la supervivencia y en la evolución de las especies animales y particularmente en la humana. Es en este sentido en el que Peter Singer (2000), profesor de bioética de Princeton, afirma que uno de los pocos universales biológicos de la especie humana es justamente nuestra disposición a crear relaciones cooperativas. También el antropólogo A.H. Harcourt (1995) coloca la cooperación en el centro de la evolución. En resumidas cuentas, la conclusión de Kropotkin es rotunda (1988: 100): “Por fortuna, la competencia no constituye regla general ni para el mundo animal ni para la humanidad. Se limita, entre los animales, a períodos determinados. Mejores condiciones para la selección progresiva son creadas por medio de la eliminación de la competición, por medio de la ayuda mutua y del apoyo mutuo”.

Sin embargo, y a pesar de lo dicho, es evidente que los hombres y mujeres occidentales somos actualmente más competitivos y menos cooperativos que en épocas anteriores. Pero lo que no puede decirse en absoluto es que ello se deba a su biología ni a su naturaleza, porque, como decía Ortega y Gasset, el hombre no tiene naturaleza, tiene historia (Ovejero, 2000a). E históricamente, la cooperación fue durante miles de años la identidad de la especie humana y la principal razón de su éxito. Pero ha sido el Estado el que de muy diferentes formas ha pretendido reducir esa, para él, peligrosa “manía cooperadora” de sus súbditos. Para entender esto mejor veamos un ejemplo extraído de Lizcano (1995: 13-14): “En los países andinos existe una forma comunal de trabajo, la minga, donde amigos y vecinos abandonan, de mutuo acuerdo, sus faenas habituales para poner mano comúnen un trabajo de interés común: abrir un camino, levantar la escuela, edificar nuevas viviendas o construir un canal. No recurren para ello a los ‘organismos oficiales pertinentes’ ni a ninguna forma ‘normal’ de contrato laboral. Basta que la comunidad sienta determinada necesidad, para que ella misma ponga en juego las fuerzas y habilidades de sus miembros y sus propias riquezas naturales. Hasta las mujeres, ancianos y niños saben hacerse útiles. La minga es una fiesta. En ella, la comunidad crea y se re-crea; edificando el objeto de su necesidad, a sí misma se edifica; se re-encuentra y consolida. Los que para cualquier observador exterior no serían sino ‘pobres indios’ (pues incurren en todos los criterios de pobreza al uso) no carecen de nada, pues saben, quieren y pueden poner los medios para atender la falta que ellos mismos acusaron. Un pequeño valle de la sierra ecuatoriana fue el lugar elegido por una ‘institución benéfica’ para extender la fronteras de su lucha contra la pobreza. ¡Esos pobres indios trabajando todo el día sin el menor ingreso ni salario! Y resuelta a que de su mano les llegara ese ‘derecho natural’ a una ‘remuneración suficiente’ por el trabajo, decidió establecer ‘gratuitamente’ un ‘salario digno’ para cada uno de los participantes en la minga. Los pobres indios (sin saberlo, ahora sí que empezaban a serlo), siempre tan agradecidos, fueron cobrando su salario… e identificándolo con la gratificación debida por su labor (ya no co-laboración) en la minga. Cuando tan generosa ayuda dejó de prestarle (prescindamos ahora de las causas, incluso de la posible premeditación de tal medida), ningún indio quiso ya volver a ninguna minga que no respetara su ‘derecho a un salario’. La escuela se quedó sin acabar de construir y cada nueva vivienda pide ya su precio en jornales. La esclavitud al salario, la irresponsabilidad y la miseria reinaban ya donde una sabia y ancestral estructura comunal había sabido conjurarlas”.

Como hemos podido constatar en este ejemplo, las diferentes comunidades fueron construyendo sus propias formas concretas de cooperación y apoyo mutuo que, posteriormente, la “civilización” y el Estado se fueron encargando de combatir y paulatinamente eliminar, sobre todo desde que el capitalismo fue teniendo un enorme éxito como forma dominante de vida. Pero el cinismo de esta larga y profunda operación consistió en afirmar luego, una vez eliminada la mayor parte de esa “cultura de la cooperación”, que el ser humano, al igual que las demás especies animales, es intrínsecamente competitivo por naturaleza. Así, olvidado ya, en gran medida, el cooperativismo, esencia de la especie humana a la vez que elemento constitutivo y constituyente de nosotros mismos, y asentado, al parecer para mucho tiempo, el nuevo contexto individualista y esencialmente competitivo en que ahora debemos desarrollarnos, los principales problemas humanos adquieren una nueva dimensión. De hecho, tanto el racismo y la xenofobia, como la violencia escolar hunden sus raíces, en gran medida, en este nuevo contexto individualista y competitivo, que viene de atrás, pero que en las últimas décadas está siendo cada vez más dominante y hasta hegemónico.

(subir)5. Racismo y xenofobia en la sociedad
actual: el papel de la escuela

Asistimos nuevamente a la vuelta del determinismo genético que lo que pretende es culpabilizar a los pobres de su pobreza y a los parados de su situación y dejar claro que cada uno está y debe estar en su sitio, eximiendo de toda responsabilidad a las políticas neoliberales y a todos aquéllos que tienen -o tenemos- alguna culpabilidad en el asunto. En esta dirección va el concepto de raza, con la altísima peligrosidad que ello encierra. De hecho, “entre las ideas que más daño han hecho a la humanidad, una de las más permanentes y destructivas es la que dice que la especie humana se divide en unidades biológicas llamadas razas y que ciertas razas son innatamente superiores a otras” (Holt, 1995: 57). Y sin embargo, cada vez hay más datos que indican que las razas humanas no existen. En efecto, si algo está cada vez más claro, a medida que se desarrolla la nueva genética, es que, como concepto biológico, las razas humanas no existen. Todos pertenecemos a una única raza, con pequeñas diferencias entre unos y otros en aspectos como el color de la piel, de los ojos o del pelo, en la forma de los labios, etc. De hecho, las investigaciones más recientes sobre el Genoma Humano están mostrando que no existen las razas entre los seres humanos, que todas las personas del planeta compartimos el 99,9% de los genes, a la vez que son mayores las diferencias genéticas intergrupales que las intragrupales, lo que demuestra claramente la no existencia de razas humanas como concepto biológico (véase una serie de interesantes artículos sobre este tema en el número monográfico de 2005 del American Psychologist, volumen 60, número 1, coordinado por Anderson y Nickerson). La conclusión prácticamente unánime de los autores que participan en el citado número monográfico (por ejemplo, Bonham, Warshaner-Baker y Collins, 2005) es rotunda: las razas humanas son una mera ficción, inventada con fines de manipulación política y de justificación pseudocientífica de las desigualdades sociales. Ésa es también la conclusión del psicólogo de la educación R.J. Sternberg (Sternberg et al., 2005: 52): “El problema con el concepto de raza no estriba en que sólo es apoyado por una minoría de antropólogos, sino en que no tiene base científica alguna. Más aún, los intentos por relacionar la inteligencia, la raza y la genética también carece de una adecuada fundamentación científica”. Y esa es la conclusión igualmente, por no extenderme en más autores, de R.S. Cooper, quien señala (2005: 74) que “durante los últimos cuatro siglos la ciencia occidental ha estado obsesionada con la necesidad de justificar los privilegios de los blancos y al hacer esto ha dado un apoyo crucial a las ideas racistas. Utilizar la retórica de la ciencia para vender las ideas de que las desigualdades históricas deberían ser aceptadas como una inevitabilidad biológica es un insulto a todos aquellos que damos mucho valor a la existencia de una humanidad única y común”.

A pesar de lo dicho, recordemos que toda clasificación es, por definición, artificial y construida por el hombre. El problema estriba en que para entender la complejidad del mundo que nos rodea, categorizamos, es decir, dividimos a las cosas y a los seres humanos en diferentes grupos (hombres, mujeres, blancos, negros, etc.), y, lo que es peor, se nos olvida enseguida que tales categorizaciones las hemos hecho nosotros y comenzamos a verlas como algo natural y que, por tanto, no puede ser de otra manera. De ahí que las razas, que no existen como concepto biológico, sí existen como concepto psicosociológico, pero con una clara intencionalidad ideológica y política (véase Ovejero, 2003): se trata de una construcción social y cultural (véase Fish, 2001; Graves, 2004; Lepervanche y Bottomley, 1988; Templeton, 2001), que lleva, inexorablemente, a un crecimiento de las conductas racistas y xenófobas, así como de otras conductas violentas tanto en la escuela como fuera de ella, conductas todas ellas que las técnicas de aprendizaje cooperativo reducen significativamente (Aronson, 2000; Díaz-Aguado, 2006; Johnson y Johnson, 2004; Ovejero, 1990, 1993), sobre todo porque mejoran sustancialmente la empatía de los estudiantes participantes. De hecho, una de las razones por las que el aprendizaje cooperativo es eficaz estriba en el hecho y en las consecuencias de ayudar a otra persona o de hacerle un favor. Ello es algo realmente fundamental en la psicología humana. Por una parte, como predicen las teorías del intercambio, siempre que hacemos un regalo o un favor a alguien, surge en él un sentimiento de obligación que sólo se ve reducido o cumplido cuando se devuelve tal regalo o favor. Pero hay algo aún más importante: con ello aumentará también nuestra mutua atracción interpersonal. Como es evidente, le caeremos mejor nosotros a esa persona (nos gustan las personas que nos ayudan), pero, curiosamente, también nos gustará más ella a nosotros, en gran parte como consecuencia de la tendencia que todos tenemos hacia la autojustificación: siempre que nos implicamos en un curso de acción, intentaremos justificar esa acción, sea negativa o positiva. Y ello es muy aplicable también al mobbing y al bullying. Así, si alguien (por ejemplo, un acosador laboral) causa daño y sufrimiento a alguien, se sentirá mal por ello, malestar que tenderá a reducir, o incluso eliminar, intentando justificar su acción, por ejemplo convenciéndose de que la víctima era merecedora del daño que le hizo. Pero lo más grave es que tal autojustificación no sólo nos hace sentirnos mejor, sino que aumenta la probabilidad de que le hagamos más daño en el futuro. “Una vez que hemos decidido que nuestra víctima es una terrible persona que se merecía las cosas malas que le ocurrieron, es ya más fácil seguir haciéndola daño una y otra vez en el futuro” (Aronson, 2000: 156). Estamos ante lo que podemos llamar “escalada de la agresión”, un ejemplo concreto de la escalada irracional del compromiso (véase Ovejero, 2004: 63-68; y sobre la irracionalidad humana aplicada al ámbito judicial, véase Ovejero, 2008b). Pero veamos mejor cómo y por qué el aprendizaje cooperativo reduce esas inadecuadas conductas.

(subir)6. El aprendizaje cooperativo como
técnica eficaz para reducir el racismo, la xenofobia y las conductas
violentas en el aula.

(subir)7. Conclusión

Aunque el objetivo inicial de las técnicas de aprendizaje cooperativo era mejorar el rendimiento escolar del alumnado, pronto se observó que sus efectos permitían también hacer frente a problemas como los tres señalados en este apartado, dado que está demostrado que reduce el prejuicio, el fanatismo, la intolerancia y los estereotipos negativos. Ahora bien, como muchos profesores conocen perfectamente, el mero hecho de juntar en la misma aula a niños y niñas procedentes de diferentes grupos sociales, étnicos o culturales no es suficiente para reducir sus prejuicios mutuos (véase Ovejero, 1990, Cap. 8). Es más, en ocasiones la desegregación puede acarrear más problemas aún y puede incrementar más todavía los prejuicios, el racismo y la xenofobia existentes en el aula. Como en su día escribiera J.L. Epstein (1985), “después de que el autobús se para en la escuela desegregada, en las aulas puede tener lugar una redesegregación”. Y es que, en contra de lo que inicialmente se creía, no son la segregación o la desegregación en sí las que perjudican o favorecen las relaciones intergrupales y, por consiguiente, lo que incrementa y reduce el racismo y la xenofobia, sino las prácticas sociales, el tipo de interacción social que predomine, dada la importancia que, como dijimos, tiene este concepto. Y es la interacción responsable, activa y participativa fomentada por el aprendizaje cooperativo lo que reduce tales conductas y lo que disminuye las conductas violentas en la escuela. De hecho, además de que estas técnicas incrementan de forma importante el rendimiento escolar y especialmente las capacidades críticas de los alumnos que las utilizan, mejoran también aspectos psicosociales básicos como son las relaciones intergrupales, consiguiendo que los conflictos, absolutamente inevitables en toda relación interpersonal e intergrupal, se resuelvan de forma más constructiva, de manera que incluso tengan efectos positivos en lugar de negativos y violentos. Con respecto a esta última cuestión, ya en 1970, David Johnson (1972: 175) afirmaba que “la mayoría de los conflictos que producen efectos negativos en clase pueden evitarse si ésta se estructura de tal suerte que las relaciones sean predominantemente de cooperación”.

Por tanto, para que la educación integrada sea mejor que la segregada es necesario que posea ciertas características. En efecto, como es bien conocido, tras la segunda guerra mundial y la derrota bélica de los nazis, las ideas racistas de éstos entraron en un profundo descrédito, lo que llevó, entre otras cosas, a que, con el apoyo inestimable de algunos psicólogos sociales, la Corte Suprema de los Estados Unidos aprobaba la llamada “Ley Brown”, en 1954, ley que obligaba a las escuelas a integrar a todos los niños y niñas, fuera cual fuera su “raza” (blancos, negros, hispanos, etc.). Pero el principal soporte psicosociológico teórico de la Corte Suprema a la hora de aprobar esta ley fue la teoría psicosocial del contacto. Sin embargo, para que tal teoría fuera eficaz necesitaba al menos cuatro requisitos, como ya había apuntado Gordon Allport (1954): status similar entre los miembros del grupo, interdependencia cooperativa dentro del grupo, apoyo por parte de las figuras de autoridad y oportunidad de interactuar con los miembros del otro grupo como individuos. La razón del éxito del aprendizaje cooperativo consiste precisamente en que cumple estas cuatro condiciones.

Pronto se encontró que la Ley Brown no tuvo el éxito que se esperaba porque el contacto interracial tuvo lugar en un ambiente competitivo, no existiendo una igualdad de status entre los estudiantes y generalmente no dándose el apoyo de las figuras de autoridad. Por consiguiente, como escribía Gerard y Miller (1975), cualquiera que visite una escuela desegregada a la hora de la comida o en el patio de recreo podrá observar que aunque hay desegregación oficialmente, no existe a nivel real. Es más, pocos estudiantes en las escuelas desegregadas hacen amigos fuera de su grupo racial o étnico. Tal fracaso se debió sobre todo a estas dos razones:

a) A nivel político, al día siguiente justamente de la aprobación de la mencionada Ley Brown, las fuerzas reaccionarias del Sur de los Estados Unidos se pusieron en marcha para abolir tal ley y sus efectos antes incluso de que entrara en vigor. Como recientemente escribía Michelle Fine (2004), mucho costó que se aprobara la Ley Brown, pero más aún costó que se implementara. La resistencia fue muy grande, especialmente porque la desegregación escolar suponía el principio de la erradicación de la supremacía absoluta de los blancos en los Estados Unidos. Y fueron muchos los que no lo admitieron y consiguieron retrasar el proceso hasta el punto de que hoy día la desegregación está peor que en la segunda mitad de los años cincuenta (para un análisis de este tema, véase el número monográfico que publicó la American Psychologist en 2004, volumen 59, número 6, coordinado por Wade E. Pickren).

b) A nivel práctico, tal fracaso se debió también a que la desegregación no se hizo en las condiciones imprescindibles, y ya mencionadas, en las que debía haberse hecho. Y es que, como dicen Aronson y Osherow (1980), desegregar una escuela no necesariamente significa integrar a sus miembros, dado que la proximidad física es una condición necesaria, pero no suficiente, para la reducción del prejuicio y la construcción de actitudes y relaciones positivas entre compañeros heterogéneos. Es la interacción real entre los estudiantes de la mayoría y los de la minoría lo que determina si los prejuicios iniciales serán reforzados o reemplazados por la aceptación y las actitudes positivas. O sea, la proximidad física entre estudiantes no es más que el comienzo de una oportunidad y, como todas las oportunidades, puede salir bien o salir mal, y en este caso todo dependerá principalmente del clima en que se desarrollen las relaciones interpersonales en el aula. Si ese clima es competitivo, existen pocas probabilidades de que la proximidad física tenga resultados positivos. Si, por el contrario, existe un clima cooperativo, las probabilidades de que la desegregación lleve a una integración real del alumnado “diferente”, tanto el proveniente de las minorías étnicas como los discapacitados, serán muy altas, como mostraron Johnson, Johnson y Maruyama (1983) en un importante metaanálisis en el que concluían, hace ya 25 años, que, efectivamente, un contexto cooperativo es la mejor vía, y tal vez la única, para que tanto la integración escolar étnica y cultural, así como la de los discapacitados, sea realmente eficaz y satisfactoria. Es cierto que el trabajo cooperativo reduce los prejuicios, el racismo, la xenofobia, así como las conductas escolares violentas, pero no lo hace de una forma automática, sino a través de toda una serie de variables intermedias entre las que se encuentran las siguientes (véase Johnson y Johnson, 1982; Johnson, Johnson y Holubec, 1999; Ovejero, 1990, 1993, 1994; Ovejero et al., 1996):

1) Porque induce al alumnado a no categorizar a los demás (normales-no normales; payos-gitanos, etc.), con lo que será más difícil que surja el favoritismo endogrupal y la hostilidad exogrupal, elemento central constitutivo de las conductas racistas y xenófobas.

2) Los demás compañeros/as serán percibidos en tanto que personas y no como meros miembros del grupo al que pertenecen.

3) Aumenta la interacción positiva, sabiéndose, por ejemplo, que existen más conductas de ayuda voluntaria entre estudiantes diferentes, por ejemplo entre inmigrantes y no inmigrantes, en situaciones de aprendizaje cooperativo que en situaciones de aprendizaje competitivo o individualista (Johnson y Johnson, 1982), sabiéndose igualmente que la ayuda voluntaria elicita más simpatía hacia quien ayuda que la involuntaria, particularmente cuando provienen de una persona del grupo al que no se pertenece.

4) Incrementa la percepción de ser apoyados, aceptados y queridos, a la vez que todos los alumnos y alumnas, pero especialmente los minoritarios, entre ellos los inmigrantes, se sienten más queridos y apoyados también por el profesorado que en situaciones competitivas e individualistas. Con ello, el alumnado se sentirá aceptado y mejorará su autoestima, con lo que se difuminará el fantasma del ostracismo.

5) Está demostrado que el aprendizaje cooperativo fomenta también, y sobre todo, la empatía, base esencial tanto del sentido de la pertenencia como de la autoestima. El alumnado que ha participado en aulas de aprendizaje cooperativo son capaces de ponerse en el lugar de los otros mucho más que quien ha participado en aulas con aprendizaje competitivo o individualista.

6) El aprendizaje cooperativo incrementa también y directamente la autoestima de los alumnos y alumnas, incluidos aquéllos culturalmente diferentes. De hecho, recientemente, también Lai, Zhehg y Liu (2008), con una amplia muestra de 5.875 estudiantes orientales, pudieron concluir que unas buenas relaciones interpersonales entre los compañeros eran altamente beneficiosas para el desarrollo de su autoestima, mientras que las males relaciones dañaban tal desarrollo. Y, sabemos igualmente que la autoestima está relacionada positivamente con sentimientos más agradables hacia los demás y negativamente con los prejuicios y las conductas violentas.

7) Por último, y como consecuencia de todo lo anterior, así como de otras variables no mencionadas (véase Ovejero, 1990, Capítulos 7 y 9), el aprendizaje cooperativo también mejora el rendimiento escolar significativamente más que el competitivo y que el individualista, lo que también ayuda mucho a los estudiantes inmigrantes a integrarse escolarmente y a no sentirse frustrados, origen esta, la frustración, de gran parte de las conductas violentas en el aula.
En definitiva, lo que le hace tan eficaz al aprendizaje cooperativo a la hora de hacer frente a los tres problemas que aquí estamos mencionando es que contribuye de una forma muy importante a que los alumnos y alumnas vean más y mejor satisfechas las tres necesidades o motivaciones psicosociales que antes hemos mencionado como auténticamente esenciales: la necesidad de pertenencia, la necesidad de identidad personal y social y la necesidad de elogio, a la vez que, a nivel cognitivo, el alumnado agudiza sus capacidades críticas y se acostumbra a aplicarlas a las cuestiones más variadas, y, a nivel no cognitivo, se reduce enormemente la probabilidad de que se sientan excluidos y/o rechazados. Pues no olvidemos que el aprendizaje cooperativo fomenta y mejora, a la vez, el rendimiento de los niños y los adolescentes y sus relaciones con los compañeros. De hecho, hace muy poco, Roseth, Johnson y Johnson (2008) llevaron a cabo un metaanálisis en el que incluían 148 estudios realizados en once países diferentes, durante las últimas ocho décadas, con un total de 17.000 estudiantes adolescentes, encontrando, como predice la teoría de la interdependencia social, que el aprendizaje cooperativo mejora tanto el rendimiento académico como las relaciones interpersonales entre compañeros mucho más de lo que lo hacen el aprendizaje competitivo y el individualista.

Ahora bien, como yo mismo decía hace poco en otro lugar (Ovejero, 2008a: 29), la utilización de técnicas de aprendizaje cooperativo en el aula tiene su importancia, pero no lo es todo, ni mucho menos. No lo es todo porque por muy igualitarias que sean las relaciones entre el alumnado en el aula, cuando salen de la escuela permanecen las desigualdades, la injusticia y la explotación. El aprendizaje cooperativo es menos importante de lo que muchos creen y desde luego no es en absoluto la panacea para todos los problemas escolares y hasta sociales, al menos mientras permanezca una estructura social tan injusta como la existente y mientras el neoliberalismo siga haciendo los estragos que está haciendo. Pero tampoco es cierto que no sirva para nada. La escuela sigue siendo un elemento central tanto para la socialización de las nuevas generaciones como para la reproducción social. Por algo los gobiernos más conservadores están modificando sustancialmente las leyes educativas para ponerlas al servicio de la globalización neoliberal, es decir, del mercado. Y en el actual contexto ultraliberal, caracterizado por la competencia feroz a todos los niveles, el aprendizaje cooperativo en el aula supone una importante cuña de autonomía, libertad y pensamiento crítico de cruciales consecuencias positivas, pues cuando alguien se acostumbra tanto a vivir en libertad como a la igualdad y al reblandecimiento de las relaciones jerárquicas ya no es tan fácil que acepte ciega y acríticamente otro tipo de relaciones. “Una buena forma de enfrentarnos, desde la escuela a los retos que nos plantean los tiempos actuales consiste en formar ciudadanos auténticamente libres y críticos, con una alta autoestima y un autoconcepto positivo, con una identidad personal y social satisfactorias, bien integrados socialmente en redes sociales que realmente proporcionen apoyo social, y sin olvidar nunca la importancia de la cooperación y la necesidad ineludible de la solidaridad… Volver a la concepción del ser humano como ser cooperativo y solidario, y hacer que nuestras prácticas sociales y políticas sean coherentes con tal concepción es, a mi modo de ver, la dirección que debemos tomar, desde la escuela y desde la psicología social, -y, evidentemente, no sólo desde ellas- para evitar la catástrofe y para construir un futuro mejor, a nivel planetario, para nosotros y para nuestros hijos. Como he repetido en varias ocasiones, de nosotros y sólo de nosotros, depende evitar el desastre: otro mundo es posible y, además, es necesario, pero sólo no vendrá, sino su llegada necesita el esfuerzo de todos nosotros” (Ovejero, 2004: 146-147).

  1. Publicado en la revista “Uaricha” de Morelia (México): Ovejero, A. (2009): Cómo combatir el racismo, la xenophobia y la violencia escolar desde la escuela: El aprendizaje cooperativo. Uaricha, 12, 45-68.