“Educar en tiempos de incertidumbre” (Ponencia de Danilo Martucceli) y opinión del alumnado (Mesa redonda)

Mesa redonda de alumnado (vídeo) y conferencia de Danilo Martucceli (vídeo y texto), en la segunda parte del IV Congreso de MRP,  celebrado en Lleida (21-23  de noviembre de 2014).

Mesa redonda de alumnado de diversas etapas

Vídeo

Esta grabación muestra la frescura de las opiniones de alumnado de diversas edades( desde la ESO hasta titulación reciente en Educación) a partir de un cuestionario común que comenzaba con ¿seguirías estudiando sin titulación al concluir?

¿Qué educación? from ACTE on Vimeo.

Educar en tiempos de incertidumbre. Danilo Martucceli

Conferencia impartida por Danilo Martucceli – doctor en Sociología. Actualmente se desempeña como profesor en la Université Paris Descartes, Faculté des Sciences Humaines et Sociales-Sorbonne (Francia) e investigador en el laboratorio CERLIS-CNRS-. Su brillante conferencia “educar en tiempos de incertidumbre” engarza perfectamente con la temática del IV Congreso: “Educar y aprender en un nuevo escenario”

Vídeo

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Texto

1./ Es muy habitual decir que el problema principal de la educación en la modernidad, es saber qué parte de la tradición debe ser transmitida a las nuevas generaciones. Sin ser falsa, esta cuestión no define más el dilema de nuestra época. La problemática es más silvestre. En efecto, vivimos en sociedades en donde se ha hecho una transmisión, ésta incluso se ha hecho en función de lo que fueron nuestros ideales colectivos de integración social y de emancipación personal, y es esta transmisión, y sus promesas, que se han revelado insatisfactorias o ilusorias a nivel de los resultados.

2./ Desde este diagnóstico de época, se puede decir que la escuela hoy, está confrontada a tres grandes desafíos que aparecen como una consecuencia involuntaria de tres grandes promesas más o menos fallidas que aunó en ella.

La promesa del saber. En los albores de la modernidad, en el siglo XVII, se pensó que, gracias a la ciencia moderna, era posible salir definitivamente de la época de las guerras de religión, gracias a un saber capaz de dirimir las controversias, decir lo verdadero y lo real. Más tarde, con el Espíritu de la Ilustración y la idea del progreso, y ya en el siglo XIX, con el desarrollo de la técnica moderna y su proyecto de transformación ilimitada del mundo, el conocimiento se convirtió en la panacea de todos los males de la sociedad.

Es este tipo de saber que se volvió progresivamente, y no sin pugnas, el monopolio institucional y el verdadero saber hegemónico de la escuela en la modernidad. Al lado de este conocimiento, verdadero y legítimo, que se enseñaba en la escuela solo habían, fuera de ellas, “supersticiones” o “ignorancias”.

Nuestras sociedades sin abandonar estos presupuestos, han roto en mucho con estos presupuestos. Cierto, no todos los actores ni con la misma intensidad, pero el positivismo, el progreso y la fe en la ciencia no ejercen más la atracción unilateral que pudieron tener antaño.

Una crisis del conocimiento alimentada por razones “internas” (nuevas epistemologías posmodernas, “Sciences studies”, principios de incertidumbre o contingencia, probabilidades y lógicas de escenarios, crisis de la causalidad y reconocimiento de fenómenos aleatorios…) y por razones “externas” (crisis de un modelo de industrialización, riesgos ecológicos, el impacto de las bombas nucleares y de lo que siguió en el horror de la guerra industrializada…).
Sin dejar de ser hegemónico, el saber propio a la escuela se encuentra en competencia con otros conocimientos a medida que se revalorizan ciertos saberes tradicionales, saberes de experiencia, la propia industria cultural de masas o la reinvención de formas dogmáticas (o la profundización de las lógicas de la sospecha).

La promesa de la justicia, o sea de un modelo social de justicia construido alrededor del mérito. Fue otra de las grandes promesas de la escuela. La idea que ella iba a ser el gran recurso para instaurar la justicia social, la institución que iba incluso, junto con el mercado, lograr legitimar “desigualdades justas”, en la medida en que las desigualdades sociales estarían producidas, únicamente producidas, por el talento personal evaluado y sancionado durante la trayectoria escolar. Un anhelo tanto más fuerte que una vez la certificación escolar obtenida, ésta abría -abrió para varias generaciones- las puertas a puestos bien remunerados y atractivos.

Sin desaparecer, y sin ser completamente falsa (como afirman demasiado rápido algunos), si los diplomas siguen siendo, a pesar de todo, un principio de inserción social y de obtención de un empleo, la promesa de la meritocracia, ella, tiende a desvanecerse.

Su función ideológica a la hora de legitimar la escuela antaño, se descubre como habiendo sido altamente dependiente de un contexto histórico y social particular, en donde la expansión de los diplomas coincidió con la expansión de la sociedad industrial de la posguerra. A lo que se asiste, incluso antes e independientemente de las consecuencias de la crisis del 2007-2008 y de su desastrosa gestión europea, es a la toma de conciencia de la desconexión estructural entre la máquina de producción de diplomas y la máquina de creación de empleos calificados.

Sin que este anhelo se disipe, la escuela deja de ser entrevista, masivamente, como lo fue ayer todavía, como un ámbito central de la justicia social.

La promesa de la emancipación. Sin duda la más importante, aquella a la que los docentes, lo digan o no, en tanto que hijos pródigos de la Ilustración, más han creído. Una emancipación, individual y colectiva, en donde convergieron tradiciones liberales y socialistas, ideales republicanos y anhelos románticos, proyectos espirituales y tipos de conocimiento, y por supuesto, una promesa de justicia. Gracias al saber, gracias a la selección escolar, la sociedad sería más justa y las vidas personales más abiertas y libres.

La escuela, al elevar el nivel de instrucción, la alfabetización, al expandir el conocimiento y la actitud crítica iba a empoderar a los ciudadanos, darles herramientas que les permitiría comprender mejor el mundo, y tras ello, claro, hacer decrecer la intolerancia, el fanatismo, los prejuicios.

Una promesa que se encarnó en un modelo de sujeto particular: una figura social del individuo que tomó distancias con las antiguos modelos del Santo, del Héroe, del Cortesano, del Burgués, para dar paso a la figura aunada del “Ciudadano y del Profesional”.

Aquí también la desilusión ha sido profunda. Y los diagnósticos incluso amargos y desencantados: individuos embrutecidos por la sociedad de masas, las industrias culturales, actores privatizados y narcisistas… La escuela habría perdido la batalla en su promesa emancipadora. Cierto, los ciudadanos son más instruidos que nunca, pero esto no ha hecho decrecer los peligros; incluso entre las capas sociales más instruidas, los prejuicios subsisten, comenzando por el temor y el rechazo al Otro (los Otros), y sobre todo, las pasiones políticas más oscura no han desarmado en ningún lugar del mundo.

Por supuesto, el diagnóstico es voluntariamente sombrío e injusto. La escuela sigue asumiendo las tres promesas del saber, de la justicia y de la emancipación. Pero creo que más vale asumir el desafío actual con los ojos abiertos y en medio de la noche que nos cierne.

Las tres grandes promesas que marcaron el nacimiento de la escuela en los tiempos modernos se han vuelto, hoy por hoy, tres grandes fuentes de inquietud e incluso de pesimismo. Vivimos la agonía de la escuela moderna. O sea, para repetir Unamuno, el combate del ideario de una escuela contra la sociedad que la instituye. Magnifico combate! Pero también, inquietante peligro: a saber que estas promesas más o menos fallidas se vuelven, en el imaginario de muchos, jóvenes y viejos, tres mentiras.

Y detrás de estas mentiras la desafección o incluso la secesión de la sociedad con su escuela. No exagero. Esta actitud se expresa ante cada alumno que no “cree” más en la escuela, en lo que aprende, en la futilidad de sus diplomas, en el menosprecio o en la indiferencia que siente hacia sus maestros, en su experiencia que la escuela anquilosada “ya fue”… Pero también se expresa en el sentimiento de injusticia, para no decir de estafa, de tantos padres que creyeron en la promesa que la escuela les hizo para sus hijos y su futuro, y que constatan con amargura, incluso con angustia, que el avenir se ensombrece y que terminan muchas veces creyendo, y aceptando, que el futuro de sus hijos será más sombrío que el suyo. Y esta misma actitud se expresa en los que ponen en cuestión los montos que se invierten en la educación, en la inanidad del gasto o aun peor en el descorazonamiento frente a la persistencia de los males, de todos los males sociales y dogmáticos, de los que la escuela debía librarnos. No exagero. Cuando las grandes promesas de la escuela se perciben como mentiras, el riesgo no es otro que la rebelión de la sociedad contra la escuela.

3./ ¿Cómo salir airosos de este riesgo? Tomando plena conciencia de ella, no desestimando los riesgos que esto implica, no recurriendo a respuestas de circunstancias, y sobre todo, afrontando con modestia, y coraje, una situación que en mucho es inédita. Aprender a reconocer que la escuela no será más la gran respuesta a las grandes inquietudes de la sociedad moderna y al mismo tiempo, sin renunciar, a lo que escuela es y debe seguir siendo, más que nunca, en la sociedad moderna. Inútil decirlo se trata de desafíos mayores tanto para los docentes como para la institución escolar.
Retomemos cada una de las promesas y sus falencias.

Por una Ilustración post-positivista. En primer lugar es necesario reconocer que a nivel del saber, la escuela debe romper con la insularidad altanera y jerárquica propia al saber de cuño positivista. ¿Qué quiere esto decir? Que la dimensión “educativa” de la “instrucción” tiene que dirigirse menos a la adopción de ciertos contenidos (propios al “saber” positivo) por sobre las “supersticiones” que éste decreta, y más en la enseñanza y en el aprendizaje de otra actitud frente al conocimiento. Uno en el cual se acepten los peligros y los abismos insalvables de las dudas, el que muchas veces no se sabe y no se puede saber o medir o prever -dando así una representación más idónea de lo que el conocimiento hace efectivamente en el mundo de hoy.

El saber crítico debe pues de más en más dirigirse al propio conocimiento. La crítica, hoy, es aplicar el conocimiento para criticar el conocimiento. Ya no más la superstición o el dogma, sino el propio conocimiento. Ese que se instituye como hegemónico, ese que dicta desde la economía -TINA- lo que es lo posible y lo imposible, ese que cree posible evaluar la eficacia de toda organización y preconizar best practice transversales universales, ese que cree poder desvalorizar tantas formas alternativas y pragmáticas de saber. Ese conocimiento tiene que ser objeto de crítico y es esta actitud lo que debe inspirar la nueva promesa de saber en la escuela. ¿Cómo hacerlo? Haciendo de una actitud, el “derecho de inventario” ilimitado, el corazón del principio del saber. De lo que se trata es, frente a las ilusiones fallidas del positivismo y la técnica, de no alimentar falsas certidumbres, pero tampoco de resbalarse, como ello es tan frecuente hoy, en un elogio de la incertidumbre que solo abre las puertas al dogmatismo y al reino de la sospecha y del complotismo.

En un mundo en donde para tantos alumnos el conocimiento son meras opiniones, en donde todo se vale, es preciso que la escuela transmita ya no conocimientos positivos como dogmas, sino una actitud de indagación generalizada hacia todos los conocimientos, sin temor y sin a priori, una actitud que permite, en conclusión, no afirmar que todo se vale, que una opinión vale otra, sino que permite distinguir, por el contrario, la verdad de los errores, y lo que es aún más importante las dudas de las mentiras.

Aceptar que hay otras fuentes de conocimiento. Pero aceptando esto, defender lo que solo ella transmite con tanta fuerza: el método, el esfuerzo, la duda constructiva.

La escuela no es la transmisión de ciertos conocimientos (indispensables) medidos por evaluaciones estandarizadas internacionales (fútiles). La escuela, en la modernidad, es la institución que debe transmitir y entretener una actitud específica frente al conocimiento: una forma particular de la libertad. Esa que nace y que solo nace cuando se formulan las preguntas.

Digámoslo sin ambages: la escuela, mañana, valdrá más por las preguntas que enseñará a formular que por las repuestas que aportará.

Romper con la meritocracia. En segundo lugar, la escuela tiene que hacer un inventario profundo sobre sus alcances en términos de justicia social. Aprender a aceptar los límites de la meritocracia y de la escuela como ascensor social. Y aceptarlo con todas las consecuencias que ello implica.

Aceptarlo, reconociendo, claro, pero es lo más fácil, que la ecuación entre diploma y movilidad social no fue, en el fondo, un producto de la escuela sino de un momento de la dinámica económica de las sociedades modernas. Y en este contexto, reconocer, el impacto de la crisis del 2007-2008, pero entender la situación actual más allá de esta sola “crisis”. Comprender desde la crisis y más allá de ella, a lo que se asiste detrás del empobrecimiento de unos y la caída social o estatutaria de otros, a saber la reaparición del capital económico familiar y de las herencias, o sea de la vieja figura del rentista, como factor estructurante, en mucho, decisivo de las posiciones sociales. En contra del ideal de la modernidad, ese que creyó en el achievement contra el adscription, aceptar el retorno del adscription. En breve, reconocer que progresivamente las jerarquías sociales son de facto, sino de jure, de menos en menos “meritocráticas” y cada vez menos basadas en las performances escolares.

Pero esto, por importante, que sea, será insuficiente. Hay que ir más lejos. Mucho más lejos. De lo que se trata, en verdad, es de interpelar el propio principio meritocrático y la adhesión acrítica de la escuela a él.

Aceptar así, autocriticándose, lo que este ideal -meritocrático- al cual tanto adhirió como institución (notas, rankings…) terminó destilando (y con una fuerza inusitada con el advenimiento del neoliberalismo) entre los jóvenes y sus familias -carrierismo, exitismo, competencia generalizada. Si el tema excede la escuela, la escuela participó en este anhelo y frustración.

Aceptar también, los ojos abiertos, lo que este anhelo meritocrático implicaba -e implica- para todos aquellos que “pierden” en la carrera por el mérito. Aceptar que una escuela no puede tener como principal o único ideario “arrancar” los jóvenes de orígenes populares de sus universos sociales, barriales y familiares para volverlos profesionales exitosos en tanto que miembros de otros grupos sociales. Reconocer que no todos sus alumnos serán -o deberían ser- ejecutivos y profesionales, y que una sociedad, desde su escuela, tiene que darle un proyecto (un ideal) decente de vida a todos aquellos que no serán los ganadores de la carrera escolar pero a los cuales la sociedad, y no tanto la escuela (y la ilusión de la formación continua), debe darles promesas legitimas de éxito económico y social.

Aceptar, por último, y tal vez por sobre todo, que la escuela tiene que inventar -sí, inventar- otro modelo de justicia para las personas. Hay que romper con la figura de la igualdad de chances sin caer, necesariamente, en una igualdad necesaria entre los lugares.

La escuela tiene que ser un laboratorio en donde se ejerza otra forma de justicia. Una en la cual, se enseñe a los jóvenes a liberarse -sí liberarse- de la sombra de la comparación interindividual permanente sin abandonar la emulación recíproca, y para ello repensar el sistema de notación escolar, en donde cada cual se mide en referencia a sí mismo y a sus progresos; aprender a romper con la idea del mérito y de su “justa” recompensa; enseñar que la justicia no está ni en la gloria ni en la fama, y menos en el renombre o la visibilidad, pero en la posibilidad de ejercer, individualmente, pero gracias a soportes colectivos, lo que se anhela.

Para ello, hay que romper con la meritocracia. Y aceptar que una sociedad, y la escuela, tiene que tener proyectos justos que no se reduzcan a prometerle una movilidad social ascendente a todos sus miembros.

La justicia escolar, mañana, tiene que enseñarles a los alumnos la justicia que subyace en la realización serena y plural de las singularidades. Solo desde ella, y de la plena reconocimiento de lo común, es posible construir una sociedad en donde la realización de la singularidad personal, de cada singularidad personal, pueda convertirse en el termómetro de la evaluación crítica de la sociedad en su conjunto. No porque la sociedad no posea ideal colectivo; sino porque éste, o sea, la singularización plural de sus miembros es su verdadero ideal colectivo común. Un ideal que implica promesas e impone límites; un ideal colectivo exigente que exige otorgar derechos individuales de libertad y asumir las obligaciones colectivas que éstos implican para su realización.

¿Qué emancipación? En fin, ¿qué emancipación puede aún la escuela prometer? Para algunos, aquí también, la respuesta está trazada de antemano. La emancipación tiene que ser democrática, o sea participante y colectiva. O sea, la restauración en tiempos modernos, del venerable ideal republicano y de su demanda de virtud ciudadana.

Aquí también el proceso de revisión tiene que ser más consecuente.

Lo que hay que aceptar es lo inédito de la situación actual. A lo que se asiste es a una nueva crisis de lo colectivo que no logra más ser resuelto, como lo fue antaño, por una reinvención del individualismo político, económico o incluso moral.

La emancipación se desdibuja entre dos horizontes entre los cuales tememos escoger. En contra de los que propugnan, sin más, el regreso del Ciudadano, del militante político o asociativo, del ideal Republicano, hay que reconocer la fuerza de la desconfianza que hacia los colectivos tienen hoy los individuos, fruto de los horrores políticos de la modernidad, y hoy, del desencanto moral hacia las instituciones y sus representantes.

En contra de los que propugnan, sin más, la fuga hacia la vida privada, la voluntad de dedicarse “a cultivar su propio jardín”, el anhelo de consagrarse a una vida pasible e incluso a cierto narcisismo consumista, hay que reconocer que, en el siglo XXI, no es más posible, para nadie, escaparse de la Historia, de la movilización general y cotidiana a la que nos pliega por doquier la sociedad moderna.

Esa es la verdad de nuestras confianzas y desconfianzas ante la emancipación. En este marco, la escuela no puede, o no debe, escoger unilateralmente una u otra vía. Tiene que vivir, sin poder resolverlo, la ambivalencia de nuestra época. A lo más puede, si lo puede, invitar a los alumnos a tomar conciencia de su peculiar conciencia y momento histórico. Pero no es todo. La escuela tiene también que reconocer, y es una herida narcisista suplementaria a las ya evocadas, que en el combate contra la “bestia” infame, contra la intolerancia, contra el odio, contra la oscuridad y la ignorancia, la escuela no puede todo y que en todo caso no ha podido “todo” en la lucha contra ellos. Que las pasiones más oscuras están siempre ahí, no intactas, pero sí activas, y que en este combate, si la escuela tiene un rol, lo esencial en mucho se juega fuera de ella, en las arenas públicas, mediáticas y políticas.

Desafío mayor en un continente, la Europa, que, durante algunas décadas, alrededor de un proyecto político que era una promesa civilizatoria y que tiende a encerrarse en un programa económico, logro construir, dirán los historiadores, mañana, con nostalgia, una de las formas de sociedad más dinámicas, menos desiguales y con más derechos de la historia. Es en esa sociedad, y en esta historia, como hay que pensar la emancipación hoy, o sea mañana. Y aquí también, la escuela tiene que aceptar que la emancipación depende más de la sociedad que de ella. Que en la Europa construida contra la barbarie y el “nunca más”, la barbarie sigue viva. Frente a ella, la escuela tiene no un deber de memoria, pero un aprendizaje ciudadano que impartir. Inevitable e indesmayable. Pero que, ahora todos lo sabemos, será insuficiente. Ayer, algunos, vivieron con el anhelo que la denuncia del horror era suficiente para detenerlo; hoy, sabemos, y los jóvenes lo saben, que la denuncia y el saber pueden ser impotentes ante la barbarie.

En el fondo, la inversión que hay que aceptar es profunda. La escuela en su promesa de emancipación es más el resultado de las pugnas sociales y políticas que se libran en la sociedad, que la institución que logra zanjarlas con la promesa de la formación de “nuevos” ciudadanos. La escuela no es la cuna de la libertad por venir; la escuela, en su libertad institucional presente, es el resultado de una manera colectiva de construir la libertad.

4./ Hay época de luz y otras de oscuridad. La nuestra es una época más oscura que luminosa. Y en este contexto, el gran peligro, hoy por hoy, y aquel contra el cual es preciso luchar sin desmayo, es el riesgo de asistir a la revuelta de la sociedad contra la escuela. Que la denuncia de sus promesas fundadoras como “mentiras” se traduzca por el abandono y el olvido de las promesas que en ellas siguen siendo posibles. Es el desafío de la hora presente. Impedir que la sociedad haga escisión, se rebele contra su escuela. Es creo, sobre todo, el desafío actual. Mantener el lazo entre una y otra, entre la sociedad y sus derivas, y la escuela y sus posibilidades. La tarea puede parecer modesta; es esencial y tal vez excesiva. Mantener hoy, en la noche que nos cierne, viviente ese lazo, esperando, mañana, pero eso será ya el trabajo de otra generación, la posibilidad de refundar una nueva alianza entre la escuela y la sociedad.

Aprieten los dientes, cierren los puños: tienen que lograr que no se rompa el arco de la alianza entre la sociedad y la escuela.


Ambas grabaciones se encuentran ubicadas en Vimeo, en el
espacio de ACTE, la asociación catalana de telemática educativa, que se encargó de su grabación y confección y que forma parte de la Federación de Catalunya de MRP.