Seguimos removiendo crucifijos

Se trata de una respuesta a los argumentos utilizados por el arzobispo emérito de Mérida-Badajoz para defender la presencia del crucifijo en la escuela.


Seguimos removiendo crucifijos

El martes, 13 de marzo de 2007, la tercera de ABC estaba dedicada al “Crucifijo en las escuelas”, sin duda un tema motivado por la sentencia favorable a la Asociación Escuela Laica que respecto a un asunto relacionado con esto han dictado los tribunales de Valladolid. El autor era nada menos que don Antonio Montero Moreno, arzobispo emérito de Mérida-Badajoz. Este arzobispo fue autor en el año 1961 de un libro muy importante, titulado Historia de la persecución religiosa en España, cuyo argumento está perfectamente sintetizado en el propio título.

La tesis que mantiene en el artículo de la tercera se resume así: el crucifijo debe estar en la escuela, porque la cultura católica es mayoritaria en España. El apoyo de la tesis es una argumentación jurídica de la justicia italiana, basada en la Constitución de aquel Estado.

El resto del artículo lo constituyen una serie de contextualizaciones de la tesis: la primera, un recuerdo personal del “anticlericalismo visceral y jacobino” de la II República; la segunda, una descalificación dialectal de quienes piden la retirada del crucifijo en las escuelas, con términos como éstos: “ardorosos grupúsculos”, “desafueros iconoclastas”, “concepción arbitraria”, “torpe guerra”, “descristianización … por estrategias oficiales”; la tercera, una reivindicación del símbolo, recordando su origen e historia artística y su significado de reconciliación universal.

Aunque estas premisas contextuales no forman parte del argumento de la tesis, sí merecen alguna respuesta. Comencemos con el “anticlericalismo visceral”, que produjo la persecución religiosa. Como yo también escribí un libro para tratar esta específica tesis, tengo autoridad para responder ahora con sólo dos afirmaciones: una, el arzobispo emérito manifiesta su memoria del anticlericalismo, pero no se pregunta por las causas del mismo y si el clericalismo tuvo algo que ver en aquello; y dos, olvida que existió también en la II República una persecución mucho mayor, dirigida a exterminar a los republicanos, cuyo principal apoyo ideológico y social fue la Iglesia católica. Puestos a rememorar, conviene rememorar todo.

La descalificación mediante insultos de quienes piden la retirada de los símbolos religiosos en la escuela se responde en sí misma por los términos utilizados, si no fuera porque añade una mentira, que es una inmoralidad: culpa al gobierno de la “descristianización” de España. Esto no responde a la verdad, pues lo cierto es que el gobierno socialista ha garantizado in aeternum la financiación pública de la Iglesia católica. Por lo tanto, si alguien no cristianiza aquí es la Iglesia, que dispone de infinitos medios para ello, lo que convierte en inmoral culpar al gobierno de la propia incapacidad, además de ser falso.

Respecto al símbolo, su origen, su historia artística y su significado, lo que afirma el autor responde con rigor a la sociología e historia del crucificado para la Iglesia católica, cuando afirma que la Cruz es “emblema eclesial de Cristo y de los cristianos”. Pues eso, un símbolo particular, de una iglesia particular y no de otras, de creyentes y no de agnósticos o ateos. Sobran los comentarios.

Y ahora, la tesis: el crucifijo debe presidir las aulas, porque la cultura dominante en España es católica. Lo primero que hay que precisar aquí es que no se trata de hablar de la fe o de las creencias, sino de la encarnación de esa fe, es decir, de la cultura religiosa. Esta cultura tiene manifestaciones, por ejemplo, en las leyes, en las expresiones artísticas, en las formas cotidianas de vivir. ¿Puede afirmarse hoy que esa cultura en España es católica? Veámoslo con algunos ejemplos: dense un paseo por la exposición anual de ARCO y comprueben si esa muestra artística está llena de cristos crucificados, santos penitentes, magdalenas sufrientes, vírgenes orantes y obispos donantes. Eso era en el siglo XVII, pero ahora hay otra cosa. Con las leyes pasa otro tanto, los propios obispos las tachan de anticatólicas. Pero fijémonos en la moral cívica concretada en actos cotidianos: ¿cuántas parejas, incluídas las casadas por el rito canónico, dejan de utilizar métodos anticonceptivos prohibidos por la moral católica? Las estadísticas dicen que eso es tan irrelevante, que puede considerarse nulo. ¿Qué cultura, pues, es dominante?

Debo decir, entre paréntesis, que esto mismo es lo que explicó de una forma casi perfecta Azaña en el famoso debate del 13 de octubre en las Cortes republicanas, cuando pronunció aquella frase tan famosa, como mal comprendida de España ha dejado de ser católica. Esta frase fue, a partir de ese día el ariete principal para tomar la decisión de acabar con la República, decisión que tuvo éxito, como todo el mundo debe recordar.

Está claro que no es la cultura católica lo que se trata de proteger con la exposición del crucifijo en las aulas, sino de reservarse un espacio de poder o, mejor, la ilusión de un espacio de poder, al que muchos católicos hace tiempo que renunciaron. Pero aunque se tratase de la cultura dominante y aunque no fuese dominante, sino minoritaria, lo que debe discutirse es si un símbolo particular, el crucifijo, puede presidir un lugar público, donde acuden personas que no desean esa presidencia. En otros términos, yo sé que debo acatar la Constitución y las leyes, que debo aceptar la presencia de la bandera de España y del retrato de los Reyes, ¿pero debo acatar también las órdenes de la Iglesia católica y sus símbolos? Es evidente que no es así y debería bastar la solicitud de una persona para que se retirasen los símbolos particulares de cualquier religión, como han dicho repetidas veces los jueces y el Defensor del Pueblo.

Es más, debería bastar la existencia de un mínimo de racionalidad en los dirigentes católicos para que estos asuntos no figurasen en la agenda política, al menos desde que así lo sugirió el Concilio Vaticano II. Hace falta ser muy integrista para argumentar como lo hacen los defensores del crucifijo en la escuela. Pero eso es lo que tenemos y, aunque el asunto no sea discutible en términos constitucionales, seguimos viéndonos obligados a mostrar la antigüedad de “argumentos como los transcritos”, con los que el propio emérito arzobispo propone defender su tesis.